18/2/07

Hayne, la princesa.

Corre el año 1480, reina en Granada el emir nazarí Abu’l‐Hassan Alí, mientras que allende la frontera, reina en Castilla la hermana del fallecido Enrique IV Trastámara, Isabel la católica. Es primavera, estación mágica en la exuberante vega granadina. Son las doce horas de la mañana y en el bello patio de los Arrayanes, en el espléndido Palacio de la Alhambra, existe una recoleto estanque rodeado de fuentes cantarinas, desde cuyos chorros se proyectan en todas las direcciones enjambres de gotas argentinas que impregnan a todo el jardín circundante de un frescor inenarrable, sólo percibido por los sentidos y que dejan una agradable sensación de humedad. En la intimidad que ofrece ese quedo lugar, se hallan dos hermosas mujeres. La mayor, tomando su diario baño matutino; la menor, descansando delicadamente en el borde de mármol del estanque, mirando distraída las evoluciones de la mayor en la límpida agua perfumada por unos delicados nenúfares. La joven, la princesa nazarí Hayne, sobrina del emir Abu’l‐Hassan Alí, recrea en su memoria la interesante historia de amor de la mayor, su tía Turayya, llamada también despectivamente “la rumiyya”. Sí, a su querida y amada tía Turayya le han puesto tal sobrenombre con desprecio los familiares y valedores de la primera mujer del emir nazarí, uno de los sultanes granadinos más guerreros, por haber sido cristiana antes que musulmana. Hayne mira embelesada a su tía Turayya, pero por su cabeza sigue rondando la historia de la vida de la cautiva Isabel de Solís, hija del noble castellano Sancho Jiménez de Solís, y de la que se enamoró su captor. Fue tan grande el amor que le profesó el gran emir Abu’l‐Hassan a su bella cautiva, que Isabel de Solís no tuvo otra opción que corresponderle profesando la fe islámica y tomando el nombre que eligió para ella su amante sultán: Turayya. De este gran amor y pasión que se profesaron el nazarí y la castellana, Turayya le dio dos vástagos, Saad y Nasr. Desde entonces Abu’l‐Hassan repudió a la primera mujer, Aisha “la Horra”, la Fátima de las crónicas castellanas, que le había dado sus dos hijos mayores, a los que también repudió, Boabdil, que más tarde sería llamado el rey chico, y Yusuf, a quienes recluyó en la Torre Comares, la impresionante ciudadela cuadrada al noroeste del Palacio de la Alhambra, frente al Generalife granadino. Turayya sale de su baño con ademanes delicados y se da cuenta de que su sobrina predilecta, a quien ella llama “su niña”, tiene el pensamiento a una gran distancia de allí. - ¡Mi tierna niña! ¿Por quien penáis? - ¡Ay de mí, querida tía! Mi pequeño corazón ama a un guapo caballero rumí. Hayne se abrazó sollozante al húmedo, pero cálido, cuerpo de Turayya, su tía la sultana. - ¿A un guerrero rumí decís, mi tierna niña? ¡Pronto, contádmelo todo! - ¡En el otoño pasado, acompañando a una partida de jinetes nazaríes ‐yo andaba en secreto y como un guerrero más‐ que iban a realizar una algarada allende la frontera, nos descubrió una numerosa patrulla del Adelantado mayor de la fortaleza de Alcalá la Real! En un momento de la trifulca me encontré cara a cara con aquél caballero rumí. ¡Ay! - ¡Ese suspiro me ha llegado al alma, querida Hayne! - ¡Adorada tía, aquel caballero iba destocado y a cara descubierta! ¡Su melena al aire, el gesto sereno y el porte como el de mi señor el sultán! De dos mandobles con su espada me desmontó y caí de espaldas y de esa guisa quedé totalmente aturdida….., por como se clavaron aquellos varoniles ojos en los míos, cuando descubrió que no era él sino ella. A continuación….., ¡me desmayé! - ¡Mi delicada niña, eso es el amor, cuando llega lo hace sin pedir la venia! Decidme ¿habéis vuelto a ver a vuestro amado rumí? - ¡Para mi desgracia lo vi una sola vez, oculta entre el séquito del Alfaqueque y Secretario personal de vuestro esposo, mi tío el sultán, en la negociación de la última tregua! ¡Qué guapo y apuesto se encontraba luciendo sus propios colores nobiliarios a cuadros sable y oro –negro y amarillo‐¡ Yo estaba con la cara cubierta. ¡Mi corazón quería partir hacia donde se encontraba el objeto de mi amor y colmarle de caricias, besos, palabras tiernas y apasionadas, y…., declararme suya! - ¡Mi tierna niña, nada es imposible! ¿Acaso os habéis olvidado de mi propia historia? - ¡Ah! Adorada tía. ¡Mi amor por don Diego, al que sus huestes llaman “el Bravo”, es tan inmenso como el desierto! - ¡Pues sólo voy a daros un consejo, querida niña! ¿Acaso pueden ponerse puertas al desierto? ¡Id y amadle con la pasión que ponemos las mujeres nazaríes! Dicho esto, Turayya besó delicadamente la aterciopelada frente de su querida sobrina Hayne, su niña, cuyas mejillas se arrebolaron irremediablemente.

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