He podido salir y regresar para decir con rotundidad que algunos funcionamos con puntos cardinales suspensivos. Por ahí, el norte, por allá el oeste, acá el este, y los latidos al sur. Hay cosas en nuestro interior que pocas veces fallan. Todos deberíamos poder cruzar más a menudo el puente que nos lleva al otro lado y descubrir cómo son las nuevas avenidas de la vida; cuestionarnos sobre el destino, sobre nosotros mismos, sobre el azar, el factor suerte o sobre las personas y las cosas que se sostienen misteriosamente a nuestro alrededor, sin las cuales no somos nada. Éste es el privilegio que, de alguna manera, tiene que compensar la otra cara de la moneda. Bienvenidos sean siempre esos brazos y esos lugares en los que gestamos nuestros mejores recuerdos. La receta dice que para que algo nos vaya bien se necesita fe; creo que me la enseñaron desde pequeño. Años después, pegado al suelo, comprendí el tipo de fe al que necesitaba aferrarme. Por momentos contados, "tú también te sentirás iluminado, farola y brújula, con las retinas impregnadas de miradas y paisajes que habitan en algún rincón de tu interior". A menudo vivo tan intensamente que otras vidas aprehendidas se asoman por alguno de estos puntos cardinales suspensivos. Y sé que puedo ofrecer la mano, el abrazo, el beso o la mirada más pura y sencilla, la que deja ver todas las lagunas y los desiertos que ya forman parte del camino, porque resulta que en esta enfermedad contagiosa hasta lo triste nos resulta bonito. Pero, insisto, hay momentos tan intensos que incluso pueden saltar chispas al tocarlos y al tocarnos. No me da miedo el alambre ni la barra, ni la red que a veces no alcanzo a ver cuando aparece el vértigo. Me gusta este riesgo y, de vez en cuando, me la pego, como tú... sin tener que ocultar las cicatrices (quizás gracias a ellas nos va llegando lo mejor). No hace falta que me digas cuándo llegarás, porque a veces te intuyo, aunque no te hable del presente, y suena algo parecido a música celestial por las escaleras.
Todo es intensamente azul.
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